viernes, noviembre 12, 2004

Día Lluvioso...


El cielo lentamente se cubría anunciando lo que nadie creería para una fecha como hoy. En pleno verano, una tenue lluvia cubría paulatinamente cada rincón de la cuidad. Yo permanecía atónito parado frente a mi ventana viendo como cada gota de agua se desplazaba por el vidrio empañado.

Decidí salir a dar un paseo por la ciudad, visitar algunos lugares, algunas personas, y en fin, cualquier cosa que se antojara en el camino.

Eran las cuatro de la tarde cuando salí. El cielo estaba oscuro, y el día no se parecía al infernal verano del día anterior. Busqué un atuendo propicio: un beatle de lana rojo, pantalones y chaqueta cuadrillé y zapatos negros. Cerré la puerta y comencé a caminar rumbo a alguna parte. Primero fue el Centro Comercial, exactamente, a la disquera de la esquina donde se encontraba trabajando mi gran amigo Francisco, me contó algunas novedades musicales y sus infaltables chismes, y como mi cumpleaños había pasado no hace mucho, me regaló un libro de Cortázar, lo que me hizo muy feliz. Ya eran las cinco y media cuando salí de ahí; la lluvia había comenzado a declinar dando paso al frío congelador que estremecía hasta los huesos.

Tomé una muy buena decisión y entré al café Le Bleu donde me serví un grandioso Capuchino, me fumé tres cigarrillos y tuve una cándida conversación con Andrés Filleul, ciudadano que acostumbraba sentarse en la mesa de la esquina, a ver el tiempo pasar mientras fumaba. Conversamos sobre el amor y sus repercusiones en la vida, sobre cómo una mujer puede cambiarte por completo, y me sentí con la autoridad de dar mis testimonios de hombre enamorado y abandonado, y tuve la valentía de decir que el amor fue y será una porquería.

Eran las siete y seguí caminando, y mientras mi cerebro incitaba a mi estómago a ingerir alimento creí oportuno beber un segundo Capuchino.

El espacio se llenaba de una tersa y casi blanca niebla, y yo me encontraba sentado en una bellísima silla Etrusca azul y su respectiva mesa, la cual estaba cubierta con un esplendoroso mantel anaranjado y con una palabras en francés rojas: Le printemps c’est jollie comme tes yeux d’enfant ( La primavera es bella como tus ojos de niño), encima un azucarero azul con cubos de azúcar en su interior, unas tenazas para los cubos y dos libros, en uno estaba inscrito el menú y en el otro, la lista con todos los libros existentes en el café. Si no lo mencioné antes, me encontraba en un café literario.

Lo primero que hice fue abrir el libro de los libros, porque el café ya estaba decidido. Los autores estaban en orden alfabético lo que facilitaba la ubicación, me detuve por supuesto en Cortázar y en su colección de cuentos. Se acercó una señorita y muy amablemente me trajo lo que solicité. Eché dos terrones de azúcar a mi café y me apresuré a abrir el libro, mientras lo hacía escuché una carcajada que me distrajo y me fue imposible no voltear, creo que no fui el único, y te sonrojaste, tapaste tu cara con el libro y continuaste leyendo sin cuidado. Comencé a odiarte sin conocerte, porque teniendo enfrente este grandioso libro me pase los minutos admirándote sin pudor, tú me mirabas sin dar importancia, luego te paraste, dejaste el dinero en la mesa junto con el libro y saliste, yo me bebí el café, busqué el dinero en mis bolsillos, lo dejé en la mesa y salí presuroso, estabas parada en la esquina esperando el verde, y yo como si nada, me paré a tu lado a esperarlo también. Caminaste y yo detrás de ti, encendí un cigarrillo sin detener el paso. Recuerdo que te detenías frente a cada vitrina, y yo debía esconderme entre la gente para disimular, tal vez lo hacías a propósito porque sabías que venía detrás de ti, no lo sé. Te detuviste, abriste tu bolso sacaste un cigarrillo, un encendedor, y mientras guardabas éste último, sin darte cuenta, dejaste caer un papel, yo lo levanté y corrí hasta ti para devolvértelo, me agradeciste y seguiste tu camino, y yo me quedé perplejo, no sabía que hacer, pero nuevamente corrí, te alcancé y te invité un café, me miraste extrañada, lo pensaste por unos segundos y dijiste sí.

Caminamos unos cuantos metros y llegamos hasta un café, pedimos dos expresos, y comenzamos a conversar, tú trabajabas en la biblioteca pública, yo era fotógrafo, acostumbrabas a tomar café, fumar y leer al mismo tiempo, yo, a comer chicle y hacer cualquier cosa a la vez, tu hobby era caminar en los días nublados por la ciudad cumpliendo los antojos del día. Terminamos el café y salimos, el congelador invierno había llegado en un abrir y cerrar de ojos y eso te fascinaba. Caminamos unos minutos mientras tú me contabas un poco de tu vida; las horas pasaron velozmente y decidiste que era tiempo de volver a casa, te despediste e insistí en ir a dejarte, aceptaste, tomamos un taxi y nos besamos, llegamos a tu departamento, nos besamos toda la noche. Mientras dormías intentaba explicarme porqué tus sábanas eran verdes y tus murallas violetas.